Ahí estaba callada, con los ojos rojos, como queriendo llorar; sólo miraba, pero su mirada estaba como perdida en el abismo de sus pensamientos. Una combinación de sentimientos le invadía, del odio a la decepción, de la tristeza a la furia..., pero en silencio.
"¡Al carajo! —gritó sorpresivamente— Es suficiente, ya no habrá más oportunidades, fue la última que me hizo y ya no habrá nuevo perdón... estoy cansada de decir que sí, que lo perdono porque lo quiero y que luego me demuestre que él no me ama... ¿Quién cree que soy? ¿No ve lo que valgo..., quién soy para él?".
Y así diciendo, Mariluz rompió en un llanto incontrolable. Fue todo, llegó al límite y espetó: "Esta vez sí lo dejo..., me separo de él... Habrá divorcio porque es necesario. No puedo seguir haciéndome esto y menos hacérselo a los niños, nadie merece esto. Y si ese idiota piensa que logrará que lo perdone luego de denunciarlo pues está muy loco, aquí se murió todo lo que pensé aguantar, ya no más. ¡Al carajo él y todo lo que me pida!".
Desde su lugar, la mujer dirigió la mirada hacia la ventana, como queriendo hacer suya una realidad que sentía ajena. En su rostro había huellas de golpes, de maltrato. Sus manos, encallecidas por el trabajo diario del hogar y del trabajo que hacía para completar el sostén familiar, mostraban raspones, aunque no estoy seguro de que fueran producto del pleito con el hombre con quien vivía. Mariluz no quiere contarme lo que le sucedió, pero pide que le indique qué hacer, quiere que la convenza de que su decisión es la mejor, necesita que alguien la apoye porque tiene miedo; le urge que alguien le diga que se debe separar de su pareja para no seguir herida, para evitar morir ante la realidad que le "tocó vivir".
El rostro de Mariluz es el resultado de la presencia de un monstruo que crece y no se detiene. La violencia intrafamiliar se hace presente todos los días en nuestro país ante el silencio de la mujer que ama, de los hijos que admiran a sus padres, por encima de todos sus defectos.
Y es en este ambiente que resulta difícil hablar, porque está de por medio la persona, los sentimientos, el miedo de la mujer a sentirse sola.
Y es que el caso de Mariluz no es único. En el país se libra una batalla silenciosa contra esta enfermedad social que representa el maltrato contra la mujer, contra los niños, ancianos y discapacitados. No es un asunto trivial, sino uno donde se juega la salud, la vida.
En medio del silencio y los hipos del llanto, Mariluz levanta la mirada para decir, esta vez resuelta y con firmeza: "Es mi culpa, lo sé... Desde el principio lo permití y no puse un alto; por eso me da trabajo tener que dejarlo, pero me ha hecho ya tantas pend..., que no estoy dispuesta a aguantar ninguna más. Estoy a tiempo, siempre me lo dices, pero he tenido terror de dar el primer paso, porque no me quiero quedar sola. Pero ya no más... ya no más".
Esto que les cuento lo viví hace aproximadamente un año y, aunque parezca increíble, desde entonces no volví a ver a Mariluz, no conocí el desenlace de su historia... hasta hace apenas unas semanas cuando me la encontré caminando en las calles del centro.
Mariluz estaba diferente, casi podría decir que irreconocible. Con el rostro vivo cargaba consigo una mirada alegre y vestía bien. Lo más importante es que descubrí su rostro sin golpes ni arañazos ¡y que sonreía!
Fue ella quien me reconoció y saludó de inmediato, con un abrazo y una enorme sonrisa en el rostro. Sus primeras palabras fueron: "¡Lo hice, Ángel, sobreviví!".
Tras una breve plática en la acera, porque ambos teníamos prisa pues íbamos camino cada cual a su trabajo, pude entender que por fin superó sus miedos y que venció, que ya estaba divorciada del hombre que ella amó, pero que la maltrató muchos años —y eso lo logró luego de un proceso legal muy breve—, y que tanto ella como sus hijos ahora viven felices.
Como dije, la plática fue muy breve, rápida, pero significativa. Al despedirnos me dijo algo que me sorprendió gratamente, fue una gran lección de vida: "No sé cómo pude esperar tanto para descubrir cuán bella es la vida, cuán bellos son mis hijos y cuánto puedo disfrutar al ayudar a otras mujeres a salir adelante, sin sentimientos de culpa..., hoy vivo sin tener nada de qué arrepentirme; aprendí mucho y puedo decir que ahora, aunque cometa los peores errores, ya nada me puede derrotar porque soy fuerte, porque valgo mucho... ¿cómo no voy a sentirme feliz por todo esto que es nuevo para mí...?".
"¡Al carajo! —gritó sorpresivamente— Es suficiente, ya no habrá más oportunidades, fue la última que me hizo y ya no habrá nuevo perdón... estoy cansada de decir que sí, que lo perdono porque lo quiero y que luego me demuestre que él no me ama... ¿Quién cree que soy? ¿No ve lo que valgo..., quién soy para él?".
Y así diciendo, Mariluz rompió en un llanto incontrolable. Fue todo, llegó al límite y espetó: "Esta vez sí lo dejo..., me separo de él... Habrá divorcio porque es necesario. No puedo seguir haciéndome esto y menos hacérselo a los niños, nadie merece esto. Y si ese idiota piensa que logrará que lo perdone luego de denunciarlo pues está muy loco, aquí se murió todo lo que pensé aguantar, ya no más. ¡Al carajo él y todo lo que me pida!".
Desde su lugar, la mujer dirigió la mirada hacia la ventana, como queriendo hacer suya una realidad que sentía ajena. En su rostro había huellas de golpes, de maltrato. Sus manos, encallecidas por el trabajo diario del hogar y del trabajo que hacía para completar el sostén familiar, mostraban raspones, aunque no estoy seguro de que fueran producto del pleito con el hombre con quien vivía. Mariluz no quiere contarme lo que le sucedió, pero pide que le indique qué hacer, quiere que la convenza de que su decisión es la mejor, necesita que alguien la apoye porque tiene miedo; le urge que alguien le diga que se debe separar de su pareja para no seguir herida, para evitar morir ante la realidad que le "tocó vivir".
El rostro de Mariluz es el resultado de la presencia de un monstruo que crece y no se detiene. La violencia intrafamiliar se hace presente todos los días en nuestro país ante el silencio de la mujer que ama, de los hijos que admiran a sus padres, por encima de todos sus defectos.
Y es en este ambiente que resulta difícil hablar, porque está de por medio la persona, los sentimientos, el miedo de la mujer a sentirse sola.
Y es que el caso de Mariluz no es único. En el país se libra una batalla silenciosa contra esta enfermedad social que representa el maltrato contra la mujer, contra los niños, ancianos y discapacitados. No es un asunto trivial, sino uno donde se juega la salud, la vida.
En medio del silencio y los hipos del llanto, Mariluz levanta la mirada para decir, esta vez resuelta y con firmeza: "Es mi culpa, lo sé... Desde el principio lo permití y no puse un alto; por eso me da trabajo tener que dejarlo, pero me ha hecho ya tantas pend..., que no estoy dispuesta a aguantar ninguna más. Estoy a tiempo, siempre me lo dices, pero he tenido terror de dar el primer paso, porque no me quiero quedar sola. Pero ya no más... ya no más".
Esto que les cuento lo viví hace aproximadamente un año y, aunque parezca increíble, desde entonces no volví a ver a Mariluz, no conocí el desenlace de su historia... hasta hace apenas unas semanas cuando me la encontré caminando en las calles del centro.
Mariluz estaba diferente, casi podría decir que irreconocible. Con el rostro vivo cargaba consigo una mirada alegre y vestía bien. Lo más importante es que descubrí su rostro sin golpes ni arañazos ¡y que sonreía!
Fue ella quien me reconoció y saludó de inmediato, con un abrazo y una enorme sonrisa en el rostro. Sus primeras palabras fueron: "¡Lo hice, Ángel, sobreviví!".
Tras una breve plática en la acera, porque ambos teníamos prisa pues íbamos camino cada cual a su trabajo, pude entender que por fin superó sus miedos y que venció, que ya estaba divorciada del hombre que ella amó, pero que la maltrató muchos años —y eso lo logró luego de un proceso legal muy breve—, y que tanto ella como sus hijos ahora viven felices.
Como dije, la plática fue muy breve, rápida, pero significativa. Al despedirnos me dijo algo que me sorprendió gratamente, fue una gran lección de vida: "No sé cómo pude esperar tanto para descubrir cuán bella es la vida, cuán bellos son mis hijos y cuánto puedo disfrutar al ayudar a otras mujeres a salir adelante, sin sentimientos de culpa..., hoy vivo sin tener nada de qué arrepentirme; aprendí mucho y puedo decir que ahora, aunque cometa los peores errores, ya nada me puede derrotar porque soy fuerte, porque valgo mucho... ¿cómo no voy a sentirme feliz por todo esto que es nuevo para mí...?".
Remate
Hay historias que son para contarse, porque llevan el sello de la enseñanza para todos. Mariluz me dijo que hoy habla mucho con sus hijos, que ellos están enterados de las razones por las cuales se dio su separación, del porqué no funcionó el matrimonio y lo que le maravilla es que ellos —sus hijos— entienden el problema y la apoyan mucho. "Gracias a ellos pude superar todo muy rápido, aunque aún a veces me duele lo que pudo ser y no fue", me dijo. El ejemplo de Mariluz vale la pena conocerlo, porque no es la única persona a quien le ha costado mucho tomar una decisión tan trascendente. La vida es para vivirla, no para sufrirla; el amor debe ser gratuito y natural, no el resultado de mendigar algo y no conseguirlo. Es algo que han entendido las mujeres que lograron salir de la oscuridad del maltrato a la luz de la vida y lo comparten para que ninguna mujer —ninguna más— sea entristecida y maltratada, porque su valor está al nivel de cualquier persona, porque finalmente ellas también lo son.— Mérida, Yucatán.
aaldaz@dy.sureste.com; http://angelaldazg.blogspot.com/
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