viernes, mayo 11, 2007

Sólo un gran amor las mueve

Día muy caluroso, como los que hemos estado viviendo últimamente en nuestra ciudad, y a mí se me ocurrió caminar unas cuadras para ir al banco a hacer unos pagos necesarios. Confieso que llegué irritado por el calor.
En el banco, mientras esperábamos varias personas en una larga cola, Jaimito, un niño de unos siete u ocho años jugaba, sin importarle el lugar ni los ojos que sobre él se posaban. “Tengo sed y ya me quiero ir a mi casa”, decía, mientras su madre desesperada no sabía si atenderlo para evitar que se hiciera daño o permanecer en la cola, en espera de que le tocara su turno para ir a la ventanilla.
Jaimito mostraba claros rasgos de algún síndrome, ignoro cuál, pues no me atreví a preguntar, como tampoco me atreví —tonto de mí— a pedir que quienes estaban al frente de la cola le cedieran el lugar a esta mujer, a fin de que terminara su angustiosa preocupación.
Afortunadamente fue un ejecutivo del banco quien entendió la situación y le cedió el paso directo a un cajero para que la atendiera y su trámite concluyera. Yo le agradecí su gesto desde lo más profundo.
Mientras esperaba su turno, hubo un momento en que la mujer se desesperó, quizás porque le preocupaba la seguridad de Jaimito, quien jugaba en las escaleras, subiendo y bajando a gatas, o quizás porque pensaba que a quienes nos encontrábamos ahí nos incomodaba su hijo.
Tal vez para algunos, pero no para mí. Yo observaba sus atrevimientos, su despreocupación al jugar y, mientras lo veía, me desconecté, me puse a pensar..., y realmente me perdí en mi interior.
Pensé en el amor que esta madre le da a su hijo y en el que Jaimito le da a su madre que lo protege. Luego de terminar sus trámites, la señora cargó al niño y salió con él diciéndole que le compraría un refresco y que ya no se preocupara porque ya iban para su casa.
Confieso que quise salir detrás de ella para preguntarle muchas cosas y sobre todo para hablar con el niño, pero me detuvo un profundo respeto por ambos, una admiración por ese lazo tan fuerte entre madre e hijo y, lo acepto, se me hizo un nudo en la garganta.
Me puse a pensar en la importancia de una madre en la vida de las personas y recordé a la mía, cómo por ella aprendí a sonreír: “Una cualidad muy importante para hacerse agradable hasta para el enemigo más grande”.
También recordé una historia que leí hace tiempo que, aunque se refiere a un ave, retrata a la perfección el amor que la naturaleza regala a una madre por sus hijos, ese que aprendí de mi madre:
Después de un incendio forestal en el Parque Nacional de Yellowstone, los guardabosques iniciaron una larga jornada montaña arriba para valorar los daños del incendio. Un guardabosque encontró un pájaro literalmente petrificado en cenizas, posado como estatua en la base de un árbol.
Un poco asombrado por el espeluznante espectáculo, dio unos golpecitos al pajarillo con una vara. Cuando lo hizo, tres diminutos polluelos se escabulleron bajo las alas de su madre ya muerta.
La amorosa madre, en su afán de impedir el desastre, había llevado a sus hijos a la base del árbol y los acurrucó bajo sus alas, instintivamente conociendo que el humo tóxico ascendería.
Pudo volar para su seguridad, pero se negó a abandonar a sus bebés. Cuando las llamas llegaron y quemaron su pequeño cuerpo, permaneció firme, porque decidió morir para que aquellos que estaban bajo sus alas viviesen.
Remate
Jaimito y su mamá me enseñaron mucho y les estoy muy agradecido. Me ayudaron a ganar otro punto en mi camino por ser más humano, una labor que he de reconocer que empezó desde que mi madre ha estado conmigo.— Mérida, Yucatán.
(publicado en el Diario de Yucatán el 7 de mayo de 2007)