domingo, octubre 29, 2006

Hay que vivir con una esperanza

Pensar en morir nos enseña a vivir, mas no se sabe vivir si no se busca trascender después de morir. La trascendencia del ser humano no se prepara, se vive, se experimenta. Se siente y la sienten quienes te rodean. Traspasa el tiempo, el lugar..., en la presencia y en la ausencia.
¿Alguna vez ha tenido usted la tranquilidad de hablar con alguien cercano de lo que piensa de la muerte? Yo me he enfrentado al problema de que cuando lo he intentado siempre parece que aún no es tiempo para hablar de ello, y que es un tema pesimista. Sólo mencionar a la muerte deprime.
Sin embargo, creo que es algo de lo que se debe hablar. Sirve como reflexión personal y como una justa evaluación de la persona.
Es cierto que la vida implica cierto ritmo y en él siempre está presente la muerte. Por ejemplo, cuando el corazón deja de latir, el cuerpo muere; cuando los impulsos cerebrales se detienen, la mente muere; y cuando dejamos de amar o de cultivar sentimientos, el alma también muere.
La muerte está involucrada con la vida, pues está hecha de recuerdos: si no tuviéramos memoria, cada instante sería como volver a nacer y, paradójicamente, si no olvidáramos, cada momento sería como una eterna muerte: al recordar damos vida a las cosas; de ahí la importancia de vivir de tal manera, que quienes están más cerca de nosotros nos recuerden, nos mantengan vivos, nos hagan trascender en el tiempo.
Sin muerte no hay posibilidad de vida y sin olvido el recuerdo carece de sentido: cada vez que olvidamos algo por completo sentimos que una parte de nuestra existencia ha desaparecido, como si jamás la hubiéramos vivido; por el contrario, cuando evocamos un recuerdo y somos capaces de traer a nuestras mentes todos los detalles de aquel momento, de aquella persona, experimentamos una extraña sensación, como si el tiempo hubiera regresado.
Están cercanas las fiestas de nuestros difuntos, por lo que es buen momento de pensar en la muerte como un evento íntimo y propio del ser humano, para entenderla en su justa medida y sobre todo para vivir mejor.
Remate
La educación actual no nos prepara para enfrentar a la muerte, sino para evitarla. Recuerdo que cuando estudiaba la secundaria estaba molesto con Ernesto, un gran amigo, un hermano, porque había muerto. Esa fue mi primera experiencia consciente ante un evento tan impactante; nadie me preparó para enfrentar un asunto de tal magnitud. Después de tantos años entiendo que por eso no aceptaba la ausencia de Ernesto: sentía miedo y justificaba esos sentimientos creyendo que al estar molesto y con temor entendería lo que había sucedido, pero no fue así. Pasé mucho tiempo con esa idea hasta que entendí y lo acepté. Tarde o temprano la realidad se impone para un niño o para un adulto, y se comienza a asumir la verdad de la muerte. Introducir en los diálogos familiares un tema como éste es sin duda controvertido. Es difícil hablar de esto, pero no deja de ser importante. Se trata de pensar en la muerte para mejorar nuestra vida. Hoy tengo gente cercana a mí con enfermedades terminales o degenerativas. Irónicamente son ellos quienes me enseñan a vivir, y así me preparo para cuando llegue el momento de trascender. Tenemos que vivir siempre con una esperanza: la de afrontar de una manera optimista a la muerte —cuando llegue—, pues, como decía Fenelón: “La muerte sólo será triste para quienes nunca hayan pensado en ella”.— Mérida Yucatán.

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