Ahora resulta que la vida es algo negociable y quitarla al antojo de cualquiera es una forma de presión para obligarnos a admitir que la maldad es necesaria, para que desistamos en la lucha contra aquellos que envenenan a nuestros niños, a nuestros jóvenes.
La serie de ataques, la escalada de violencia que ha llegado al colmo de un acto de terrorismo contra personas inocentes sólo demuestra lo que muchas veces hemos dicho e insistido: el ser humano se degrada a sí mismo, se deshumaniza, va contra su propia naturaleza e intenta ponerse en los hombros de los inocentes para “vencer” perdiendo.
¿Y a quién debemos culpar: a los gobiernos, al Poder Legislativo, al Judicial, a todo el aparato de seguridad que tenemos en el país, en todos los niveles? No, la culpa la tenemos todos. Sin ser fatalistas, hemos de admitir que hoy estamos pagando el resultado de haber ignorado tanto problema, tanto mal que nos rodea, la excesiva permisividad que como adultos, como padres de familia hemos tenido con los hijos.
Y no es que sea cuestión de mojigatería, o de quejarse; tampoco lo es envalentonarse y advertir a la delincuencia organizada que “pondremos brazo firme y se aplicará todo el peso de la ley”, porque sabemos que el enemigo está en casa. ¿Qué hacer entonces, viviremos a partir de ahora y siempre aterrados, con miedo a todo y a todos?
Es un hecho que uno de los fines de quienes cometen actos terroristas es precisamente sembrar terror para desquilibrar a los gobiernos, dando golpes certeros a las bases, a los ciudadanos. Decir la cantaleta política de que “es tiempo de unirse” ya no es suficiente; hoy nos toca a todos trabajar, empezando desde la tremenda encomienda moral que tenemos en la familia, para informar, para ser claros y prevenir, para proteger a través de la verdad, de la cercanía y el interés en los hijos, en sus inquietudes y necesidades, sobre todo, para enseñarles valores.
Ciertamente ha sucedido que nos hemos hecho insensibles a lo que sucede y eso es mucho más peligroso que la violencia misma, y el problema ya se nos fue de las manos. Leemos de ejecutados, oímos de decapitados, de bombazos y nos asusta, pero poco a poco se ha vuelto información cotidiana, se hace una “noticia de todos los días”, como si fuera un asunto que debemos aceptar por inevitable, por “necesario” en nuestra vida, cuando no debiera ser así.
¿Cuál es la solución? ¡Educar en valores, volver a la esencia, a la familia! Tenemos que sentir de nuevo la necesidad de la familia, porque la disfrutamos, porque nos une, porque nos realiza... porque encontramos en ella humanidad, protección, cariño y respeto.
Porque digan lo que digan nuestras autoridades, ellas no tienen la solución mágica a tanta violencia, sino que ésta —la solución— nos compete a todos y debemos convencernos de eso.
Cierto es que la globalización ya es imparable y que es necesario ir al ritmo que la tecnología avanza o nos quedamos en el pasado; pero también lo es —y mucho más importante— convencerse de que la esencia de la persona no cambia, que no podemos sustituir el núcleo familiar con cualquier aparato electrónico, con cualquier distracción o pretexto.
Hace 2,200 años Plauto afirmó: “Homo homini lupus” (El hombre es el lobo del hombre), pensamiento en el que miles de años después insistiría el filósofo Thomas Hobbes. Esperemos que ésta no sea una verdad que empiece a cobrar su dura cuota para todos, pues el ser humano, el verdaderamente humano, no se lo merece.
Trabajemos ya no en la prevención o contra la inseguridad, sino en la recuperación de los espacios que como personas necesitamos, en especial en la familia; el resultado final necesariamente nos llevará al combate de todo lo demás. Vale la pena volver a ser, volver a sentir, en fin, humanizarnos todos.
Remate
Si se quiere una sociedad más humana habrá que reconstruirla a través de su célula fundamental. Sabemos que ese cimiento de la sociedad es la familia; por eso es necesario restablecer lo esencial del lazo familiar originario y primitivo, del que reciben su último sentido las demás relaciones sociales. La definición de Gustav Thibon, el autonombrado escritor campesino, es la mejor al referirse a la familia: “Es la red de influencias ocultas, silenciosas que hacen que seamos lo que somos”. Que la familia esté constituida por adultos maduros y otras personas menos maduras, como los adolescentes y los niños, hace que todos los integrantes disfruten de un medio de cultivo ideal para entender cada etapa evolutiva del ser humano y las funciones que en ella deben desarrollar. Así, el ser humano conoce y disfruta la infancia, la adolescencia, la madurez y la vejez; también la paternidad, la filiación, el matrimonio, la fraternidad, en fin, tantas cosas, que los problemas y las responsabilidades que cada uno lleva consigo y las soluciones más positivas a las distintas dificultades que se producen en ella alimentan el “producto final”: la persona. Es un reto que sólo los valientes y atrevidos aceptan y luchan por conseguir.— Mérida, Yucatán.
aaldaz@dy.sureste.com
http://angelaldazg.blogspot.com/
La serie de ataques, la escalada de violencia que ha llegado al colmo de un acto de terrorismo contra personas inocentes sólo demuestra lo que muchas veces hemos dicho e insistido: el ser humano se degrada a sí mismo, se deshumaniza, va contra su propia naturaleza e intenta ponerse en los hombros de los inocentes para “vencer” perdiendo.
¿Y a quién debemos culpar: a los gobiernos, al Poder Legislativo, al Judicial, a todo el aparato de seguridad que tenemos en el país, en todos los niveles? No, la culpa la tenemos todos. Sin ser fatalistas, hemos de admitir que hoy estamos pagando el resultado de haber ignorado tanto problema, tanto mal que nos rodea, la excesiva permisividad que como adultos, como padres de familia hemos tenido con los hijos.
Y no es que sea cuestión de mojigatería, o de quejarse; tampoco lo es envalentonarse y advertir a la delincuencia organizada que “pondremos brazo firme y se aplicará todo el peso de la ley”, porque sabemos que el enemigo está en casa. ¿Qué hacer entonces, viviremos a partir de ahora y siempre aterrados, con miedo a todo y a todos?
Es un hecho que uno de los fines de quienes cometen actos terroristas es precisamente sembrar terror para desquilibrar a los gobiernos, dando golpes certeros a las bases, a los ciudadanos. Decir la cantaleta política de que “es tiempo de unirse” ya no es suficiente; hoy nos toca a todos trabajar, empezando desde la tremenda encomienda moral que tenemos en la familia, para informar, para ser claros y prevenir, para proteger a través de la verdad, de la cercanía y el interés en los hijos, en sus inquietudes y necesidades, sobre todo, para enseñarles valores.
Ciertamente ha sucedido que nos hemos hecho insensibles a lo que sucede y eso es mucho más peligroso que la violencia misma, y el problema ya se nos fue de las manos. Leemos de ejecutados, oímos de decapitados, de bombazos y nos asusta, pero poco a poco se ha vuelto información cotidiana, se hace una “noticia de todos los días”, como si fuera un asunto que debemos aceptar por inevitable, por “necesario” en nuestra vida, cuando no debiera ser así.
¿Cuál es la solución? ¡Educar en valores, volver a la esencia, a la familia! Tenemos que sentir de nuevo la necesidad de la familia, porque la disfrutamos, porque nos une, porque nos realiza... porque encontramos en ella humanidad, protección, cariño y respeto.
Porque digan lo que digan nuestras autoridades, ellas no tienen la solución mágica a tanta violencia, sino que ésta —la solución— nos compete a todos y debemos convencernos de eso.
Cierto es que la globalización ya es imparable y que es necesario ir al ritmo que la tecnología avanza o nos quedamos en el pasado; pero también lo es —y mucho más importante— convencerse de que la esencia de la persona no cambia, que no podemos sustituir el núcleo familiar con cualquier aparato electrónico, con cualquier distracción o pretexto.
Hace 2,200 años Plauto afirmó: “Homo homini lupus” (El hombre es el lobo del hombre), pensamiento en el que miles de años después insistiría el filósofo Thomas Hobbes. Esperemos que ésta no sea una verdad que empiece a cobrar su dura cuota para todos, pues el ser humano, el verdaderamente humano, no se lo merece.
Trabajemos ya no en la prevención o contra la inseguridad, sino en la recuperación de los espacios que como personas necesitamos, en especial en la familia; el resultado final necesariamente nos llevará al combate de todo lo demás. Vale la pena volver a ser, volver a sentir, en fin, humanizarnos todos.
Remate
Si se quiere una sociedad más humana habrá que reconstruirla a través de su célula fundamental. Sabemos que ese cimiento de la sociedad es la familia; por eso es necesario restablecer lo esencial del lazo familiar originario y primitivo, del que reciben su último sentido las demás relaciones sociales. La definición de Gustav Thibon, el autonombrado escritor campesino, es la mejor al referirse a la familia: “Es la red de influencias ocultas, silenciosas que hacen que seamos lo que somos”. Que la familia esté constituida por adultos maduros y otras personas menos maduras, como los adolescentes y los niños, hace que todos los integrantes disfruten de un medio de cultivo ideal para entender cada etapa evolutiva del ser humano y las funciones que en ella deben desarrollar. Así, el ser humano conoce y disfruta la infancia, la adolescencia, la madurez y la vejez; también la paternidad, la filiación, el matrimonio, la fraternidad, en fin, tantas cosas, que los problemas y las responsabilidades que cada uno lleva consigo y las soluciones más positivas a las distintas dificultades que se producen en ella alimentan el “producto final”: la persona. Es un reto que sólo los valientes y atrevidos aceptan y luchan por conseguir.— Mérida, Yucatán.
aaldaz@dy.sureste.com
http://angelaldazg.blogspot.com/
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