“¡Atención, firmes todos!”, tronaba la voz del maestro Manolo, cuando en la cancha de la escuela nos tocaban sus clases de Educación Física. De mirada firme, rostro adusto y pocas sonrisas, siempre mantenía la disciplina.
A mis ocho años, al principio sufría sus clases; sin embargo, aprendí a disfrutarlas poco a poco, pues descubrí en el maestro Manolo algo especial: él nos entendía, sabía cuándo podíamos hacer algo y el temor no nos dejaba intentarlo; entonces nos enseñaba cómo y ese rostro duro se mostraba amigable, y a veces sonriente.
A mis compañeros de primaria y a mí nos tocó la oportunidad de “crecer” gracias a personas que, como el maestro Manolo, nos empujaban a confiar en nuestras capacidades y no nos dejaban solos.
Del mismo modo, nuestros padres se mantenían cerca y nos daban lo mejor de su tiempo, en el caso de la mamá, o lo mejor de una vida que se gastaba en el trabajo para que creciéramos sanos, con un buen techo, ropa y lo suficiente para aprender, en el caso del papá.
Esto viene a mis recuerdos por una tragedia que el Diario presentó el lunes 25: “Una sobredosis mata a un joven de 16 años.— El muchacho, una víctima más de la desunión familiar”. El drama de Josué demuestra una total ausencia de amor, el desinterés en la persona y la desintegración familiar. Lo angustiante es que la madre de este menor reconoce que desde niño él ya era un adicto y justifica no haber hecho nada por él diciendo que le daba consejos, “pero (que) era inútil, (pues) ya estaba echado a perder”.
Siempre he admirado la naturaleza humana, porque a una persona es ella la que puede sublimarla como ser humano, pero también destruirla y de paso acabar con quienes están a su alrededor.
Esta tragedia duele porque plantea, una vez más, el enorme trabajo que falta para consolidar familias verdaderas en la sociedad.
Si la familia está destruida, también sus integrantes; si está unida, todos estarán unidos a otros y a sí mismos; si construye sobre valores y bases firmes, la sociedad obtendrá beneficios.
¿Qué ha pasado que la familia moderna ha cambiado lo positivo de las de antaño por una “educación en la libertad” malentendida? ¿Cuál es la diferencia? ¿La globalización —o modernidad, como también la llaman— es la culpable? ¿Es suficiente dar el sustento a los hijos y dejar que aprendan de la vida, que cometan sus propios errores..., y de manera irresponsable obligarlos a que asuman los nuestros también? La familia supone una profunda unidad interna de padres e hijos que se constituyen en comunidad, tiene un ámbito espiritual que condiciona las relaciones familiares: casa común, lazos de sangre, afecto recíproco, vínculos morales que la configuran como unidad de equilibrio humano y social. Se tiene que equilibrar a sí misma, para enseñar el equilibrio y así contribuir al entorno social.
La familia es el lugar insustituible para formar personas completas, para configurar y desarrollar la individualidad y la originalidad del ser humano, y en esto la influencia de los padres es imprescindible: el niño aprende a saber quién es a partir de su relación con quienes le quieren. Nadie se puede descubrir a sí mismo si no tiene un contexto de amor y de valoración.
El recuerdo de la protección, la seguridad, la aceptación, estima y el afecto del maestro Manolo me remiten a la familia sana, esa que tanto falta hoy para combatir esas enfermedades sociales que están matando a la sociedad.
Remate
La globalización es buena cuando no se aparta de los valores básicos, esos que sólo se obtienen en la familia y se fortalecen en el amor, en la convivencia y en el contacto continuo con Dios. Justificar con la modernidad la mala educación que se da a los hijos es una cobardía. No es tarde para reivindicar el valor de la familia en la sociedad. Hay que luchar con entereza para salvarla, empezando por la trinchera de la propia casa.— Mérida, Yucatán.
aaldaz@dy.sureste.comhttp://angelaldazg.blogspot.com/
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