jueves, noviembre 22, 2007

Aprendamos a estimar a la familia

Se acaba el año calendario y en este último mes nos empezamos a preparar para celebrar muchas fiestas relacionadas con la Navidad y la llegada del año nuevo. Llegó el esperado momento de construir el pesebre y decorar la casa. Salen las guirnaldas de colores, las luces que se prenden y apagan, las figuritas del pesebre y los angelitos. Los niños aguardan ansiosos el momento de participar, todos quieren poner su adorno favorito o los objetos que con esmero han preparado.
La celebración comienza viento en popa. Sin embargo, a medida que pasan los días, nos acostumbramos a que toda esa decoración que colocamos con tanta dedicación y cariño se vuelve parte de la decoración tradicional de la casa y así, sin darnos cuenta, llegan los días 24 y 25 de diciembre...
Y comienzan las visitas, los apuros, las carreras. Subimos y bajamos de aquí para allá, en el automóvil o en el camión, los niños cansados, llorosos, algunos de mal humor, en sus manos llevan regalos que no saben siquiera quién se los dio. Olvidamos celebrar lo fundamental, lo más importante: el recuerdo de la buena noticia de un Dios hecho hombre.
¡Ah, la Navidad!, tiempo para recomponer relaciones, creer en un futuro mejor, preparar el corazón para el nacimiento del Niño Dios que cambió la historia de la humanidad, etcétera. Un momento, ¿recomponer relaciones? ¿Cuáles —preguntará alguien—, si ninguna está rota?
Sí, época de recomponer relaciones en la familia, principalmente en lo que a unión, comunicación y amor se refiere, bases firmes para fortalecer a las personas y, en general, a la sociedad. Aunque la familia es el espacio privilegiado de aceptación y amor de los seres humanos, y es de gran relevancia que la comunicación predomine en el clima de las relaciones intrafamiliares, a veces no entendemos ni aceptamos que los otros puedan percibir un mismo hecho de manera distinta.
Y para ambientarnos en la importancia de los valores, le ofrezco, amable lector, dos historias para reflexionar, que en lo personal me hicieron pensar en lo delicioso que es llenarse de amor para celebrar en familia:
* Zapatos para papá. Todos los años, cuando llega la época de Navidad, los fieles de la parroquia de un pequeño pueblo llevan a los niños de las familias más pobres a comprar regalos. Ese año Francisca acompañó a dos niños muy especiales: José y Nicolás. Ellos pertenecían a una familia muy pobre y les entregó a cada uno cuatro monedas para que compraran lo que quisieran. Los tres iniciaron el paseo. Pasaron por muchas tiendas y Francisca les daba muchas sugerencias, pero lo único que ellos hacían era mover la cabeza y decir: “No, eso no queremos”.
Después de un buen rato, Francisca decidió preguntar: "¿A dónde quieren ir? ¿Qué idea tiene ustedes?". Entonces Nicolás contestó: "Yo quisiera ir a una zapatería, queremos comprarle zapatos para el trabajo a papá".
Llegaron a la tienda y el vendedor les preguntó: "¿Qué quieren?". Ellos mostraron un pie dibujado y contestaron que querían unos zapatos de ese tamaño y le explicaron que ellos habían dibujado el pie del papá mientras él dormía, para darle una sorpresa. El vendedor tomó el modelo y buscó un par de zapatos que fuera de ese tamaño. Se lo mostró a los niños y les preguntó: "¿Éste estará bien?".
José y Nicolás tomaron los zapatos, maravillados por su hermosura y porque eran perfectos para los pies de su papá. Pero José miró la caja, vio el precio y entonces dijo: "No nos alcanzan las monedas, sólo tenemos ocho de ellas". Pero el vendedor les dio buenas noticias: "16 monedas es su precio regular, pero sólo por hoy se venden a tres pesos". Los niños, dichosos, compraron los zapatos y con el dinero que sobró compraron dulces para la mamá y para sus hermanas.
El día después de Navidad, Francisca se encontró en la calle con el papá de los niños. Andaba con sus zapatos nuevos y con sus ojos brillantes de alegría le dijo: "Le agradezco que se haya preocupado por mis hijos". Francisca le contestó: "Y agradezca a Jesús por los hijos que usted tiene. La generosidad de ellos me enseñó más de lo que he aprendido en toda mi vida".
* El pequeño pedazo de pan. En un país muy lejano, hubo una vez una enorme hambruna. Como faltaban pocos días para la Navidad, un millonario pastelero decidió dar un regalo a los más necesitados. Mandó a buscar a los niños más pobres del pueblo y les dijo: "En este canasto hay pan para todos. Que cada uno saque uno para llevar a su casa, y vuelvan todos los días a buscar un nuevo pedazo, hasta que Dios nos dé tiempos mejores".
Los niños hambrientos se tiraron arriba del canasto y peleaban entre ellos porque cada uno quería sacar el pan más grande. Cuando todos tenían el que querían, se fueron sin dar las gracias al pastelero. Pero había una niña muy pobre, llamada Gretchen, que no peleó con los demás niños ni se arrojó al canasto con malos modos, sino que se paró modestamente un paso más atrás. Cuando todos los niños tomaron su pedazo de pan, ella sacó el último que quedaba, que era el más chico. Luego besó la mano del pastelero, le dio las gracias y se fue a la casa.
Al día siguiente volvieron los niños y se portaron tan mal como el día anterior. Por su parte Gretchen hizo lo mismo: esperó pacientemente su turno. Pero esta vez le quedó un pan más chico todavía. Cuando llegó a la casa y se lo dio a su mamá, ésta se dispuso a cortarlo en pedazos chiquititos para repartirlo entre sus hermanos. Pero al hacerlo, cayeron cientos de monedas de oro. La mamá estaba tan asombrada y alarmada, que las metió en una bolsa y le dijo a Gretchen: "Anda con el pastelero y devuelve estas monedas que por equivocación se quedaron dentro del pan".
Gretchen fue donde estaba el hombre rico y le entregó las monedas con el recado de su mamá, pero el pastelero le dijo: "No, no fue una equivocación; yo puse las monedas de oro en ese pequeño pedazo de pan, ya que tú fuiste la única agradecida, la única educada y la única que esperó hasta el final para que los otros sacaran su pan. Ahora, anda a casa y dile a tu mamá que las monedas son de ustedes".

Apunte final
La familia continua siendo para la mayoría una referencia esencial de su vida, pero este sentimiento generalizado padece el acoso de un cierto "complejo antifamilia". En este punto, todos nos debemos preguntar si la atención que cada quien presta en casa corresponde a la trascendencia de su propia familia y al aprecio de la misma que demuestra de manera reiterada, contra la gravedad de las asechanzas a la que está sometida. En los niños se percibe de inmediato desde el punto de vista positivo o negativo cómo es su familia, qué calidad tiene su "ecología" humana, qué le transmiten su padre y su madre, cuál es la experiencia de su hogar. Para la vida de la persona, la familia es insustituible. No es al azar la afirmación de Fernando Savater de que "por encima del derecho de tener hijos, está el derecho del hijo a tener padres. No se puede programar huérfanos. Nadie tiene derecho a obtener hijos de encargo para que satisfagan sus emociones, su soledad o su neurastenia". La persona no es producto de laboratorio. Aprovechemos estos espacios de celebración y recogimiento para fortalecer nuestros lazos familiares, fomentar los valores y agradecer, sobre todo, la oportunidad de vivir una auténtica vida en familia. Vale mucho la pena. Que en las fiestas de Navidad aprendamos a estimar a nuestra familia como se merece, y que la contemplación del misterio del Belén nos enseñe a custodiar la familia como un tesoro. ¡Feliz Navidad!-- AAG. Mérida, Yucatán.
aaldaz@dy.sureste.com
http://angelaldazg.blogspot.com/
Artículo publicado en la edición de diciembre de 2007 de la revista electrónica Sociedad y Familia
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martes, noviembre 13, 2007

Una torre débil que nos lastima

La mítica Torre de Babel es una construcción que la Biblia menciona en el Génesis; de acuerdo con la narración, con la construcción de esta Torre los hombres pretendían alcanzar el cielo. A fin de evitar el éxito de esa empresa que se oponía al mandato de que la humanidad se extendiera y multiplicara por toda la superficie de la tierra, Yaveh hizo que los constructores comenzaran a hablar lenguas diferentes, tras lo cual reinó la confusión.
“Confusión”, palabra que ante la figura de la Torre se refiere a desorientación, pensamiento sin claridad, oscuro, es la incapacidad para pensar con la claridad y la velocidad usuales. Ésta —la confusión— interfiere con nuestra capacidad para tomar decisiones y hace que nos dispersemos y perdamos la atención de lo realmente importante.
Y es que es un asunto muy común, sobre todo en la familia, pues son tantas las cosas que quisiéramos lograr (alcanzar el cielo), que construimos pisos falsos en nuestra torre personal y lo único que con ello obtenemos es confundirnos los adultos y, peor, confundir a nuestros niños.
Todo este discurso viene a la luz porque hace unas semanas tuve un accidente en la mañana: un joven no alcanzó a detenerse a tiempo en un alto y golpeó mi automóvil “por alcance”. La primera reacción de ambos fue bajar de los vehículos y preguntarnos mutuamente si estábamos bien, a lo cual respondimos que sí.
Sin embargo, cuando estaba a punto de darme la vuelta para hacer todas las diligencias con la aseguradora (llamar, esperar y ese tipo de cosas) del auto de aquella persona descendieron dos pequeños —una parejita— de entre seis y ocho años de edad, a quienes el papá comenzó a regañar y a culpar del tal accidente.
De inmediato le reclamé al conductor su actitud y le recordé que el único culpable del accidente había sido él, pues sus hijos no manejaban el vehículo ni se distrajeron ni chocaron, sino que el único responsable fue él. Los niños aún no se recuperaban del susto, ambos estaban blancos como el papel: el pequeño tenía los ojos muy abiertos y la niña sólo lloraba.
La respuesta del papá fue una cara de enojo para mí, simplemente me ignoró y les dio a los niños un último regaño, para luego llamar a su aseguradora e intentar “resolver” el problema.
Los adultos de hoy vivimos en una auténtica confusión, no construimos una sociedad cuya base sea el bien común. Si así fuera, estos arranques de ira y ese descargar la furia en los más débiles no sucederían. Me pregunto qué estarían sintiendo esos pequeños, ¿cuál será el recuerdo que quedó de este accidente en el que se vieron tristemente involucrados? Definitivamente, nuestra ciudad se ha convertido en una jungla y los adultos olvidamos que fuimos niños.
La confusión es el principio de la dispersión. Si la familia es la base de la sociedad, no me quiero imaginar qué sucederá con esos pequeños que viven confundidos entre el amor y la violencia, y conste que no me refiero sólo a los niños del accidente. Y por eso vemos con frecuencia una violencia que crece, una corrupción que se arraiga, el desengaño que desalienta, la mentira que denigra...
Quien merecía una fuerte reprimenda era el papá bilioso. Descargar la furia, la frustración en los más débiles no es la solución, pues no se trata de levantar un edificio como la mítica Torre de Babel, sino de construir personas para que la sociedad sea una sociedad de bien. ¿Ser adulto nos autoriza a todo? Pienso que no.
Remate
Parece que todos hablamos idiomas distintos, pues incluso muchos a la hora de divertirse en familia no se ponen de acuerdo. Me ha tocado ser testigo de madres que gritan a sus hijos en la calle, de padres que maltratan a sus hijos hasta porque lloran. ¿Cómo cambiar esto? ¿Cómo salir de la confusión en la que vivimos? Como han dicho muchos poetas que retratan la vida y al ser humano: “¡Pobre hombre que te destruyes a ti mismo!...”.— Mérida, Yucatán.
Publicado en el Diario de Yucatán el 14 de noviembre de 2007
aaldaz@dy.sureste.com
http://angelaldazg.blogspot.com/

Educar para no castigar

A Erick Adrián Homá Matus,
Guadalupe Miranda Homá Cox
y Beatriz Adriana Álvaro
López, in memóriam


“Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres”. Esta demoledora frase la dijo Pitágoras hace 2,500 años, tiempo suficiente para que hubiéramos reflexionado en ella y darnos cuenta de que, efectivamente, en la educación está la clave de que la sociedad mejore o empeore, es decir, de que el futuro sea peor o mejor.
Pero no. Hemos hecho oídos sordos a este conocimiento y nos seguimos preocupando más por las cosas y problemas de los adultos que por los niños.
Así es... y esto lo percibimos porque muchas veces anteponemos nuestra carrera profesional a la educación de nuestros hijos, o nos importa más que el colegio sea trilingüe y no que ayude a educar en los valores en los que creemos, o bien pasamos tan poco tiempo con nuestros hijos, que no tenemos el control de su educación, preferimos dejarlo en manos de la televisión, de los videojuegos o de la nana, olvidando que en realidad la misión de esta última es cuidar, mas no educar.
Pero luego, irónicamente cuando nuestros hijos crecen, nos sorprende su comportamiento irrespetuoso o irresponsable, no pensamos que cuando fueron niños nosotros fuimos igual de despegados, irrespetuosos e irresponsables con ellos: los niños son como una esponja y nosotros, el espejo donde se miran y aprenden. Muchas veces olvidamos eso.
Y es que no sólo deberíamos educar mejor a los niños, sino que sobre todo deberíamos aprender de ellos, de la forma en que se toman la vida, con esa mezcla de ingenuidad, trascendencia, diversión, asombro constante y sana impaciencia. Si los adultos fuésemos capaces de aplicar todo eso a nuestras vidas, seríamos mucho más felices y seríamos mejor ejemplo para los niños.
Además, la capacidad de ver el mundo con ojos de niño y de mirarnos a través de ellos nos aporta una valiosa información sobre cómo modelamos la conducta de nuestros hijos y nos ofrece pautas para guiar su educación.
Y es que los niños y las niñas no sólo aprenden lo malo, también las cosas buenas. Mi hijo de seis años dice “Gracias” y “Lo siento” con una naturalidad que sorprende, además de que repite algunas expresiones de las personas mayores que no van con él.
La capacidad “infantil” de sorprendernos por lo nuevo, extrañarnos de lo cotidiano, hacer asociaciones imposibles o reinventarnos cada día nos dará la medida de nuestra disposición para aprender y disfrutar... aun de la experiencia más banal.

Remate
La vida en familia es una aventura que cambia, mas nunca termina: equilibrar la conciliación con la disciplina, la llamada de atención con el abrazo, el reconocimiento y la admiración con la claridad y la rendición de cuentas resultan a veces difíciles, sobre todo cuando se conjugan al mismo tiempo. Mantener un término medio contribuye a la unión y a la armonía entre los integrantes de esta pequeña sociedad. Si algo he descubierto es que padres e hijos somos copia al carbón cuando de lidiar con los sentimientos internos se trata y que es cierto que lo que uno más rechaza de sus padres es lo que repite en las confrontaciones. A veces las cosas que vemos las anotamos para saber lo que no deberíamos hacer en una situación similar. Nunca hay que olvidar que alguna vez fuimos niños, que los hijos pequeños aprenden imitando todo lo que ven, al igual que nosotros lo hicimos de lo que vivimos. Conviene valorar todas las cosas buenas aprendidas, son muchas más que las que queremos ver. No debiéramos centrarnos sólo en los aspectos negativos, si bien tampoco debemos pasarlos por alto. No se trata de castigar a los hombres, dijo Pitágoras, sino de educar a los niños; nunca hay que olvidar eso.— Mérida, Yucatán.
Publicado en el Diario de Yucatán el 24 de octubre de 2007
aaldaz@dy.sureste.com
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