miércoles, noviembre 29, 2006

Un caso vergonzoso

El caso de José Rodrigo León Pérez, niño con Síndrome de Apert que fue expulsado de una escuela pública de educación primaria, es vergonzoso y una muestra de que en nuestro país aún se discrimina.
El problema también saca a la luz las deficiencias de nuestro sistema educativo que, con el pretexto de tutelar un plantel escolar bajo la sombra del Programa de Escuelas de Calidad (PEC), invita a justificar cualquier acto discriminatorio contra una o más personas diferentes.
Al parecer, el personal docente de la Luis G. Monzón ha estado renuente a integrar a los niños con discapacidad, porque considera que esos pequeños afectan sus estadísticas como “escuela de calidad”, pero en realidad se trata de una clara discriminación y de falta de compromiso de las profesoras para trabajar con niños que padecen alguna discapacidad.
La desinformación parte del hecho mismo de que las maestras desconocen que la Secretaría de Educación publicó en el Diario Oficial las Reglas de Operación del PEC, que en la fracción III del apartado 3.2 dice que entre los sujetos que se beneficiarían con la “educación de calidad” están “los estudiantes con necesidades educativas especiales asociadas a una discapacidad” (D.O. 23-02-2006).
En el sentido estricto de la interpretación que las propias maestras hacen de lo que significa “escuela de calidad”, la Luis G. Monzón no se merecería el beneficio del PEC, toda vez que no cumple al 100% lo que las Reglas de Operación para 2006 exigen para ser acogidas en este programa.
Es un hecho que la clave para elevar la calidad de la educación no está en la mejoría material del sistema educativo, sino en la capacidad de organización de las escuelas y en el empeño que muestran para orientar con responsabilidad sus tareas al propósito fundamental de que todos los estudiantes aprendan, y recalco: ¡todos!
Mejorar la calidad en la educación que se imparte en las escuelas públicas de educación básica, con base en el fortalecimiento y la articulación de los programas federales, estatales y municipales, no es tarea de enanos, sino de verdaderos maestros, titanes que amen su vocación de enseñar.
Si de lo que se trata, como dice el PEC, es de recuperar a la escuela pública como unidad de cambio y aseguramiento de la calidad, y a los alumnos como centro de toda iniciativa, es seguro que en este caso los objetivos no están cumplidos.
Una escuela de calidad debe contar con una comunidad educativa integrada y comprometida, con una visión y un propósito comunes, y asumir de manera colectiva la responsabilidad por los resultados del aprendizaje de todos sus alumnos (equidad interna), y comprometerse con el mejoramiento continuo del aprovechamiento escolar.
Amén de la cuestión de la calidad educativa, el problema de la discriminación es un asunto muy grave en México. Discriminar es una acción de cobardía que refleja el temor a las diferencias y el miedo al compromiso con la naturaleza humana.
Los motivos para discriminar son muchos, pero el más común es la exageración de un aspecto accidental, como el color de la piel, haber nacido en determinado lugar, la posición social, una discapacidad, etcétera. Reconocer los valores del otro a pesar de sus carencias, cualesquiera que sean, nos dignifica y nos hace dar un paso más en el camino a la madurez. Ésa es una buena lección que debemos aprender y enseñar en casa.
Remate
La globalización en la que hoy vivimos constituye un proceso disparejo y hasta contradictorio. La “vieja educación”, como la llaman los “filósofos modernos”, implicaba la discriminación, en el entendido de que “las personas 'diferentes' perjudican a las 'normales' en el proceso educativo”. En el caso de los programas oficiales, la equidad se asocia muchas veces sólo al logro de una mayor cobertura. Esto es importante, mas no suficiente. Se trata de que la educación sea un factor que permita superar ese círculo vicioso de diferencias, a fin de que los estudiantes aprendan a vivir en ambientes de calidad..., y ahí no entran los “maestros de simple nómina”. Cabe recordar que la educación no se limita a lo que se recibe en las instituciones escolares, sino que implica, en primer lugar, a la familia, lugar donde se aprende o se mal aprende, sobre todo cuando de establecer diferencias se trata.— Mérida, Yucatán.

lunes, noviembre 20, 2006

La verdad es el secreto para ser libre

¿Alguna vez ha sentido la desilusión de descubrir alguna verdad, ésa que saca a la luz un engaño o una mentira? Seguro que sí. La incomodidad que ocasiona sentirse defraudado es una experiencia que nunca deseamos volver a vivir, y a veces nos impide volver a confiar en las personas, aunque no todas sean las causantes de nuestra desilusión.
La sinceridad, por el contrario, debe ser un valor que se tiene que vivir para que uno sea digno de confianza: este valor caracteriza a la gente por la actitud congruente que se mantiene en todo momento, basada en la verdad de las palabras en relación con las acciones: aunque decir la verdad forma parte de la sinceridad, actuar de acuerdo con ella siempre será un requisito indispensable.
Al inventar defectos o hacerlos más grandes en una persona, ocultamos el enojo o la envidia que le tenemos. Con aires de ser “francos” o “sinceros”, decimos con facilidad los errores que cometen los demás e incluso los mostramos como ineptos o limitados, ¿le suena familiar? Quizás..., ¿en algún conocido o político? En la historia del “Pastorcito mentiroso”, se cuenta que éste se la pasaba gritando: “¡Ahí viene el lobo!”, y cuando sus vecinos acudían para ver si era cierto y ayudarle, se caía de la risa. La fábula concluye que un día el lobo vino de verdad por sus ovejas, pero ya nadie le creyó. La enseñanza que sacamos de la historia de Esopo es muy difícil de vivirla hoy día.
Y es que, para ser sinceros, procurar decir siempre la verdad parece sencillo pero es lo que más cuesta trabajo. Justificar las verdades con mentiras piadosas, en circunstancias que calificamos como de baja importancia, donde no pasa nada, lleva a otra mentira más grande y así sucesivamente..., hasta que nosotros mismos terminamos creyendo que esa mentira es una verdad.
Mostrarnos como somos, en la realidad, nos hace congruentes entre lo que pensamos, decimos y hacemos. Esto se logra con el conocimiento y la aceptación de nuestras cualidades y limitaciones, algo por demás faltante en la educación que damos y recibimos en casa, en la escuela y en cualquier lugar.
Y así es: ¡decir la verdad es asunto de valientes! Nunca se justifica mentir para no perder una amistad o por el buen concepto que se tiene de nuestra persona. La verdad nos da seguridad y nos convierte en personas dignas de confianza. A medida que nos acostumbramos a ella, la verdad se convierte en una forma de vivir, en una manera de ser confiables en todo lugar y en cualquier circunstancia.
De acuerdo con la Ciencia Política —no a la politiquería barata—, decir como Voltaire que la política “no es otra cosa que el arte de mentir a propósito” es un tanto exagerado para aplicarlo a la vida, aunque eso se hace; prefiero quedarme con esa maravillosa frase de: “¡La verdad os hará libres!”. Ésa es la mejor manera de definir y equiparar un valor que siempre tiene que ir unido a todo los demás en nuestra vida.
Remate
La información del Conteo 2005 del Inegi nos muestra que de cada 100 hogares en México 23 están a cargo de una mujer. Si tomamos en cuenta que la mujer es más sincera y por lo general acude a la verdad para mostrar congruencia en su vida, podemos asegurar entonces que la defensa y la enseñanza de la verdad en parte está a salvo, pues se incluye en el repertorio de la educación de los hijos. Es un hecho que no nos hacen falta “pastorcitos” que griten mentiras disfrazadas de verdad. Los hemos visto en la vida pública y ha sido suficiente. El valor de la verdad es uno de los más difíciles de vivir, pero es el que más nos hace fuertes y mejores seres humanos.
Por los niños
Hoy celebramos en el mundo el Día Internacional de los Derechos de los Niños y las Niñas. Sabemos que, por desgracia, a diario se violan los derechos de millones de niños y niñas en el mundo. Es un buen momento para recordar a las instituciones públicas y privadas, y a la sociedad toda, que hay que luchar para dar a los niños el cuidado y la asistencia que necesitan; y en este punto, nunca hay que olvidar la responsabilidad primordial de la familia.— Mérida, Yucatán.
aaldaz@dy.sureste.com

domingo, noviembre 12, 2006

“Yo cambiaría a mis papás”

“No puedo hablar con mis papás, porque no me comprenden”, me dijo Eduardo, un adolescente de 14 años, mientras enojado golpeaba insistentemente el borrador de un lápiz en la mesa.
“Mi papá dice que no quiere cometer los mismos errores que mis abuelos y por eso quiere estar cerca de mí y dialogar..., dice que quiere ser mi amigo, pero sé que aunque lo intenta, no puede”.
Eduardo pertenece a una familia “acomodada”, como le dicen sus compañeros. No tiene ningún problema de tipo material. Por el contrario, estudia en una buena escuela, tiene ropa de marca muy bonita y cara, e incluso, si es necesario y donde esté, una persona —un chofer— puede ir por él a la hora que sea.
Pero le molesta la actitud de sus padres, aunque sabe que la molestia y el enojo no resuelven nada, por el contrario, complican las cosas: “Ellos no escuchan..., cuando preguntas cualquier cosa te responden con otras preguntas o con prohibiciones. Yo creo que lo hacen porque no desean hablar de algunos temas..., por eso no hablo de todo con ellos”.
Sin duda los padres de ahora son diferentes a los padres de antes. Yo recuerdo que mi mamá se ocupaba de nosotros —seis hijos—, de la crianza, del cuidado, el colegio, los amigos que teníamos y de mis hermanas; mi papá, por el contrario, era el responsable de que no nos falte nada y para eso trabajaba todo el día, casi ni lo veíamos; hoy es distinto, en los matrimonios modernos ambos se ocupan de los hijos y pienso que así es como debe ser.
¿Por qué antes, si supuestamente los padres eran más estrictos, la vida familiar era mucho mejor a la de ahora que los padres son más “comprensivos”?
En el “antes”, la educación era muy moralista, prohibitiva, pero se aprendía el respeto, las buenas costumbres. “Ahora” se ve por todos lados la falta de moral de las personas, la mala educación y mucho más delincuencia en el país, sobre todo juvenil. “Ahora” y “antes”, para la educación, son conceptos muy abstractos.
Yo creo que la razón más importante de esta diferencia es que los padres de ahora son temerariamente permisivos. Por no esforzarse en la disciplina o quizás por estar tan hundidos en lo laboral, dedicándose a hacer dinero dizque para darles una mejor vida, les permiten todo a sus hijos.
Eso ocasiona que en la adolescencia los hijos se vuelvan intolerantes y acostumbrados a que les cumplan sus caprichos, y tienen cero tolerancia a la frustración, lo cual es muy peligroso.
Los extremos no son buenos, ninguno. Sin embargo, aterra saber que los jóvenes son conscientes de que la situación es controlable con berrinches, “enojos”, fugas de casa, amenazas e inclusive violencia. Eduardo añade: “Me permiten hacer de todo, siempre que yo les diga todo lo que hago. Claro que eso es imposible, porque yo sé que sólo hablan de dientes para afuera. Por dentro es seguro que me quieren controlar”.
A mí se me ocurrió preguntarle a este joven que si tuviera la oportunidad de hacer algo que cambie su situación qué haría, pero su respuesta me dejó helado y me hizo reflexionar: “Tú y yo somos diferentes, así que, definitivamente, yo cambiaría a mis papás”... Con esto sólo se me ocurre pensar una cosa: ¡Qué gran tarea es ser papá!
Remate
Es un hecho que los padres de ahora no queremos caer en los “errores” que cometieron nuestros padres con nosotros y por eso cuidamos mucho la educación de nuestros hijos; sin embargo, los extremos son malos. Permitir mucho es como abrir las puertas para recibir un golpe sorpresivo. Los tiempos cambiaron y ahora que hay mucha comunicación, más tiempo, más demostraciones de afecto, de cariño y más juegos, los padres se ajustan; empero, ahora los hijos demandan más dedicación y saben cómo aprovechar esta situación para lograr sus caprichos. El compromiso de ser buen padre debe ir acompañado del compromiso de los hijos, pues la tarea principal al educar es enseñar a ser libres para aprender a vivir. — Mérida, Yucatán.

sábado, noviembre 04, 2006

Los derechos humanos son un asunto de obligaciones

Mi madre, que era ignorante pero
tenía un gran sentido común,
me enseñó que para asegurar los
derechos es necesario un acuerdo
previo sobre los deberes —Gandhi

Cuando en la familia se educa a los hijos, lo primero que se enseña es el respeto a los demás. Es el primer contacto en la educación con los derechos humanos, y la persona lo tiene en casa.
Junto a este primer encuentro, la educación en la familia se complementa con las obligaciones que cada quien debe guardar. Entonces llega el consejo: “No hagas a otros lo que no quieras que te hagan”.
Estos sencillos conceptos nos llevan a que la buena educación tiene dos vertientes: el respeto a los derechos de los demás y el cumplimiento de ciertas obligaciones.
Y hablo de esto ahora que tantas asociaciones civiles y ONGs ponen en la mesa de la discusión el asunto del respeto y la defensa de los derechos humanos ante muchos conflictos en el país.
El escritor noruego Jostein Gaarder dice que se necesita dar un paso más en el compromiso global por la justicia y el desarrollo. “Se requiere una declaración de obligaciones humanas —dice—, pues no tiene sentido hablar de derechos si no se marcan unas responsabilidades”, como se hace en casa con los hijos.
Muchos sabios recuerdan que una persona que no sabe obedecer no debería mandar y que sólo exigiéndose a sí mismo será posible exigir a los demás. Asimismo, sólo se puede hablar de derechos cuando los deberes están reafirmados y las obligaciones contempladas.
¿Cómo defender los derechos de quienes no cumplen sus obligaciones? Ésa es una interrogante que se debería plantear antes de emprender la lucha por una causa que se cree justa.
En las autoridades se incluyen personas a quienes también se les debe el respeto que de ellas se exige. Por supuesto que por mandato constitucional quienes tienen mayor responsabilidad en este sentido son las autoridades, los servidores públicos, pero también es cierto que si para hablar de la tarea de proteger los derechos de todos se mencionan la justicia, la paz y la libertad, no se puede menospreciar que para el bien común y el orden público es necesario que cada uno cumpla sus obligaciones sociales y asuma las consecuencias por no hacerlo.
Es imprescindible que cuando se investiguen cuestiones de derechos humanos se tomen en cuenta las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas, pero también las obligaciones que las leyes de cada gobierno imponen. De otra manera habría un caos. Los delincuentes se sentirían protegidos por encima de las víctimas, como sucede en ciertos casos que se defienden a capa y espada.
Uno de los más grandes retos para todos consiste en la necesidad de crear y utilizar mecanismos sencillos y moralmente justificables para aumentar y hacer más eficiente la cooperación en este sentido. Hay que considerar que en este tema se incluye, de por sí, la enorme tarea de aleccionar a la persona sobre su convivencia con los demás; dicho de otra manera: mi libertad termina donde empieza la del otro.
Para la sociedad actual, tan preocupada en ventilar los derechos de los ciudadanos, conviene recordar las palabras de Gaarder y decirles a todos —hombres, mujeres, jóvenes y niños— que para que los derechos tengan efecto conviene también darle su importancia a las obligaciones.
Remate
¿Cuánto tiempo seguiremos hablando de derechos sin concentrarnos en la responsabilidad de las personas? Como en la familia, primero hay obligaciones relacionadas con la conducta personal y luego la exigencia del respeto de los propios derechos. Hoy existen cientos de organizaciones que trabajan para hacer valer los derechos humanos, pero muy pocas se preocupan de las obligaciones. Si tomamos en cuenta que la ética se basa en la regla de oro “compórtate con los demás como quieras que se comporten contigo”, entonces hay que considerar que las buenas relaciones se basan en el cumplimiento de las responsabilidades. Entender esto es un paso más para comprender los derechos propios y para respetar y defender los de los demás.— Mérida, Yucatán.